Anoche soñé con la fragilidad de estar sin ti, de haberte perdido, mi alma se desmoronaba en una sueño que no se decidía a convertirse en pesadilla. Los gritos se ahogaban en mi interior, y el lamento de mi alma fue tan triste que aún Morfeo se apiado de mi, soltándome de su reino etéreo.

   Pero el dolor seguía estampado a mi piel, mi mente no terminaba de despertar y te seguía viendo ahí, sin vida. La inocencia de tu rostro, descansando en medio de mi pesadilla, y la ternura de tu piel que todavía conservaba algo del calor de tu vida; me tenían al borde de la locura. Me dañaba el alma ver como tus sueños, tus metas, y todo aquello que ya no podrías lograr, se escapaba en un baile burlón de libertad y muerte.

   Quise suplicarte que no te fueras, que te quedaras a mi lado, que crecieras junto a mi, que compartieras mi mundo, pero era ya demasiado tarde. Mis lagrimas corrían en un afluente de dolor, desesperación y frustración; el sonido de tu voz que nunca escuché se clavaba en recuerdos que no le pertenecían, y el simple aroma de tu cuerpo estaba presente para lacerarme con furia.

   Desperté en medio de la noche, temblando, temeroso, solo. Con mi mente confundida, desorientada , y el corazón incierto.

   Rogué a Dios que todo hubiera sido una terrible pesadilla, que todo ese dolor no tuviera razón. Y fue entonces cuando escuche tu lamento, un quejido sincero y desconcertante para cualquier otro; pero para mi, en ese preciso momento, era como volver a respirar. Corrí a tu lado, y ahi estabas, tan viva, tan inocente. Tomarte entre mis brazos fue tan reconfortante que volví a llorar, llore de felicidad, de agradecimiento, de locura.  Gracias por seguir aquí, te amo Valeria.