8 de noviembre de 2012

La tercera puerta



Le pareció que la casa respiraba serena y apenas perceptiblemente, como cuando uno duerme en paz y tranquilo; a cada paso que daba, la madera del piso crujía a sus pies, y el tapiz de las paredes danzaba al compás de la ocre luz que emanaba la lámpara de queroseno sostenida por su mano. Manuel avanzaba por el pasillo principal de la antigua casa que antaño perteneció a sus abuelos, y en cada rincón que era liberado de las tinieblas por la cálida luz, encontraba pequeños pasajes de su infancia; como suele pasar, la recordaba más grande y un tanto menos triste, pero la recordaba vívidamente.

Conforme se adentraba en las entrañas de la vieja casona, contaba mentalmente las puertas situadas a ambos lados del pasillo; la primera era el baño común, aquel donde la abuela lo obligaba a tomar un baño mientras ella esperaba fuera, para asegurarse de que el pequeño estuviera seguro en todo momento. La segunda pertenecía a la recamara de los abuelos; bastaba con empujarla un poco para que, en las noches de pesadillas, pudiera escabullirse a refugiarse entre cobijas y cariño. Y por último, justo antes de las escaleras, estaba la tercer puerta, siempre cerrada para él. Era el único secreto que su abuelo le guardaba, su estudio; lo veía entrar, permanecer horas y horas ahí dentro sin saber que hacia; y salir con la vista cansada. Jamás se le permitió entrar, jamás se le permitió asomarse siquiera; y jamás hablaron de que era lo que había allí dentro; para Manuel, La Tercer puerta siempre fue un misterio.

Permaneció de pie ante la puerta por unos momentos, indeciso y un poco nervioso; por fin, se atrevió a girar la perilla… cerrada con llave, como lo imaginaba; o mejor dicho, como el testamento del abuelo lo advertía: “Sabrás lo que hay, y será para ti; pero tendrás que encontrar la tercer llave para la tercer puerta, al pie de donde el alma se refugia de las tinieblas”.

-La tercer llave-  Llevaba pensando en eso desde que compró los pasajes de avión, y siguió cavilando todo el vuelo; buscando en sus recuerdos algún indicio de la llave, o de algo que le ayudara a  comprender las palabras del abuelo; pero no pudo obtener nada.

La luz mantenía su arrítmico danzón, indiferente a la perplejidad del hombre que portaba la lámpara, hasta que un movimiento brusco la hizo vacilar un poco; Manuel no pensó en otra cosa que hacer, más que dirigirse al cuarto de los abuelos, y recostarse en aquella cama que tanto lo había reconfortado para pensar un poco. Caminó hacia la puerta de los abuelos, y bastó un ligero empujón para que la puerta cediera con un rechinar que delataba cuanto tiempo había permanecido cerrada.

Reconoció al instante ese aire viejo y familiar que acaricio su rostro y cabello; demostrándole cuanto había extrañado al pequeño niño que se escabullía por las noches dentro de la recamara. Y conteniendo el aliento, recorrió con la mirada el lugar, se detuvo al centro y ahí, bajo la ventana, estaba la cama de sus abuelos, bañada por la luz de la luna, tal y como la recordaba, su… su refugio! Caminó de prisa hacia la cama, y con los movimientos de quien tiene la certeza de algo, se arrodilló, puso la lámpara junto a él, en el suelo, y comenzó a examinar las patas de la cama; sabía exactamente que buscaba, y donde lo podía encontrar.

Busco en la pata más cercana a la pared, la de su lado derecho, no había nada que pudiera parecerse a lo que buscaba, continuó con la de enfrente, la examinó lentamente con sus manos, y de pronto lo notó: un pequeño bulto en el lado interior del poste. Tras un pequeño esfuerzo pudo desprenderlo de la madera, y lo analizó a la luz de la lámpara; era una llave muy hermosa, y estaba seguro que era la llave que abriría aquella puerta que siempre quiso abrir.

Se incorporó apresurado y salió de la habitación, en pocos pasos llegó ante la tercer puerta, agitado más por la emoción que por la breve carrera; introdujo la llave en la cerradura, y rogando con toda su alma que fuera la correcta, la giró… clic!, el marco de la puerta lanzo un breve crujido mientras esta se abría lentamente. La luz de la lámpara desgarró sin piedad la oscuridad que por años había habitado el estudio del abuelo. Difícilmente lograba creer que estaba de pie ante el secreto más grande de su infancia, aunque muchos lo vieran como un secreto estúpido. Con pasos vacilantes se adentró en lo que parecía un almacén de libros hechos por un artesano y no en una imprenta, con las pastas homogéneamente cafés, y con solo números dorados por títulos, incontables ejemplares.

Su miraba devoraba el lugar, columnas y columnas de libros, estantes, repisas, mesas, en todas ellas había infinidad de ellos, menos en una; la mesa de un rincón, que de día debía de ser el más luminoso, por su proximidad al ventanal, estaba casi vacía, solo había un libro sobre ella. Manuel se acerco curioso, iluminando siempre con su lámpara para no tropezar con los montones de libros; cuando quedó frente a la mesa, vio el numero que estaba inscrito en la pasta del libro: un uno romano, sin dudarlo colocó su fuente de luz sobre la mesa y tomó el libro entre sus manos con el mayor respeto que alguien pudiera tener por algo.

Lo abrió, y observó que no había editorial, ni edición, ni autor; lo único que había escrito en la primer hoja era la frase “Para ti”; cambió la pagina, y notó que el libro estaba elaborado por completo a mano, en una caligrafía que él conocía muy bien: la de su abuelo. Sin poder creerlo, el mundo se desvaneció a su alrededor en cuanto comenzó a leer con avidez líneas con las que comenzaba esa infinidad de volumenes:

“…y de pie, frente a esta misma mesa, comenzó a descubrir todos los secretos que una vida puede guardar…”